jueves, 18 de marzo de 2010


Manías, rituales y obsesiones de los tomadores de mate

Así como a los ingleses se los relaciona con el té, a los escoceses con el whisky, a los colombianos con el café, y las gaseosas son el patrimonio cultural de Estados Unidos, el cliché indica que a los argentinos y uruguayos se nos debe asociar al mate. Aunque muchos no veamos la gracia de chupar un palo metido en un montón de yuyos mojados cuando bien podemos hacer una rica infusión sin tanto aspaviento, igualmente cargamos con su estigma alrededor del mundo.



La popularidad del mate no tiene una explicación demasiado lógica. A pesar de sus innumerables complicaciones (no se puede tomar en la calle, se necesitan utensilios muy específicos, hay que cambiar la yerba varias veces y mantener el agua caliente todo el tiempo), el mate debe ser la bebida que más pasiones despierta en nuestro país. Tiene detractores y fanáticos, y en consecuencia hay un montón de teorías personales, técnicas infalibles y recetas dando vueltas. Están quienes defienden el mate amargo, los que lo toman frío, los que no pueden compartirlo, y también el caso opuesto: los que lo toman con todo el mundo.



Previsiblemente, a mí el mate no me gusta. Y no sólo no me gusta, sino que las manías obsesivas y patológicas que los demás tienen con el mate me resultan insoportables. Es un ritual de apariencia campechana y simple pero que en realidad está lleno de prohibiciones (no le pongas azúcar, no muevas la bombilla, no mojes toda la yerba, no hiervas el agua, no uses el mate sin curar) y de celosos procesos que cada cebador transforma en una cuestión de principios que debe defender a muerte. Además, es una asquerosidad. Nunca falta un inadaptado con la boca en pésimas condiciones mendigando un mate inmune a la mirada de terror de los demás.



1. EL MADRUGADOR. Por ejemplo, se levanta a las cuatro de la mañana y lo primero que hace es poner el agua para el mate. Es empleado de una fábrica, portero, o taxista y está convencido de que sin mate no puede arrancar la jornada. Lo toma amargo, en un mate de metal (también llamado “de camionero”) y lo sirve directamente de una pava de aluminio que jamás saca de la hornalla para no perder esa temperatura. Y lo toma solo, básicamente porque nadie puede soportar las quemaduras que les deja ese mate hirviendo en el paladar, mientras escucha tangos de Julio Sosa y de Carlos Gardel o un partido de Chacarita en la radio. Previsiblemente, compra yerba Rosamonte, bien fuerte, porque a las demás ni les siente el gusto.



2. Al FRANCESCOLI. Se lo puede ver parado en la puerta de su casa, con un termo en la axila, en short, camiseta y chancletas Adidas. Para él, tomar mate es más un estado permanente o una visión moral del mundo que una actividad. Toma mate durante todo el día, desde que se despierta hasta que se duerme, incluso cuando está haciendo otra actividad. En general trabaja en la casa (tiene una remisería, es gasista o verdulero) y se refiere a la radio o al mate como una compañía, aunque lo que más le gusta es hablar pavadas con los clientes y opinar.
Obviamente lo toma amargo, en un mate de aluminio o de cuero repujado que dice “Recuerdo de El Palmar”, compra siempre yerba Sara o Canarias. Sólo le pone azúcar al empezar.



3. LA BIZCOCHITA DE GRASA. Es otra que toma mate todo el día. De hecho, es lo único que hace: tomar mate y mirar televisión mientras sus hijas se agarran de los pelos en el cuarto. Sus amigas del barrio caen a su casa todas las tardes para chusmear sobre otras vecinas, hacerse la tintura entre ellas y, si los tienen disponibles, mirar catálogos de Avón. Usa un mate de pezuña enorme, yerba Cbsé o Cachamai, con edulcorante marca Barny mientras ella y un ejército de vecinas en calzas miran “Intrusos del espectáculo” y engullen cuernitos, cremonas y facturas que viajan directo a sus generosas circunferencias.



4. EL CHACARERO. En cambio, no entiende el mate como actividad social ni como estado natural. Lo toma como una declaración de principios o una expresión de deseo. Si bien vive en la parte más cosmopolita y céntrica de Barrio Norte, le gusta sentir que está en el campo. Tiene las llaves colgadas de un cuentaganado, sigue los partidos de polo en el diario y usa cinturones de cuero de potro con botas de carpincho marca Cardón. Quisiera ser Adolfito Cambiaso, pero no pasa de ponerse una chomba color rosa y en estar bronceado todo el año, porque a diferencia del polista, no tiene campos propios ni ajenos para administrar. Tiene un mate de cuero y alpaca con un guardapampa colorado y una bombilla labrada de plata que le regalaron para su cumpleaños. Toma yerba La Merced variedad Barbacuá o Campo y Monte, y le pone azúcar o un poco de miel sólo al comienzo, para matar el amargor inicial.



5. EL FUNDAMENTALISTA. Es, de todos los defensores de mate, el más insoportable. Generalmente nació en el interior y luego se vino a capital trayendo consigo un manojo de rituales para beber la infusión. Para él, el mate no debe adaptarse a cada persona sino que las personas deben adaptarse a las reglas del mate: hay que usar un ángulo preciso para poner la bombilla, respetar la temperatura ideal del agua, mantener una velocidad exacta para batir la yerba con azúcar, repartir la cantidad de palo pareja en toda la carga, mojar solo la mitad de la yerba para poder rotarlo, jamás usa endulzantes (ni permite que sus invitados lo hagan, pues se le “contamina” el mate). De más está decir que desprecia a quienes comen, endulzan, o queman el mate y no deja que nadie toque su mate de cuero preferido. Toma yerba Nobleza Gaucha y es el único al que le importa que la ronda del mate corra hacia la derecha sin excepción.



6. EL TRAGON. Es la contrafigura del fundamentalista que tiene alguna clase de déficit oral y necesita estar con algo en la boca de forma permanente. Para empezar, toma mate con cualquier desconocido, fuma al mismo tiempo, y se sirve Coca Cola para matizar. Además, puede dejar el mate dos horas sobre la mesa, encontrarlo más tarde, sacarse el chicle que tiene en la boca y cebarse un par con el agua fría, así como está, antes de seguir con lo que estaba haciendo. No le molesta ninguna yerba y se pliega a cualquier mate, dulce o amargo, nuevo o lavado, con o sin palo. Compra la yerba que esté de oferta y ceba en una taza porque el mate se le rompió y no se acuerda nunca de comprar uno nuevo.



7. LA VELETA. Una que desearía tomar mate pero le sale mal; una chica absolutamente cosmopolita que vive en Palermo y no puede asumir que el mate no le gusta. Durante años hace vanos intentos por abandonar el café y se compra un mate de diseñador de forma rara, una bombilla celeste plateado, una azucarera en forma de manatí y doscientas marcas distintas de yerba (cada vez que sale una nueva —suave, con pomelo, con guaraná, con café, endulzada, light, diurética— piensa que con esta sí le va a gustar) pero siempre ceba uno o dos y luego se olvida. Cuando vienen sus amigas comprueban que hace un mate horroroso y que toma mate lavado desde hace años sin darse cuenta. A pesar de sus esmeradas explicaciones, hay algo en su yerba, en su pava, en su agua que hacen que el mate salga siempre mal.



8. EL ASQUEROSO. Toma mate de vez en cuando: su bebida, en realidad, es el tereré. Pero cuando toma mate —si es que eso que toma puede llamarse así— lo hace de la forma más asquerosa, desprolija y grotesca del universo. Para empezar, no cambia la yerba. Cada cinco o seis mates, saca una cucharada y pone yerba nueva. Pero cuando lo hace, lo hace sobre un plato o lleva el tacho de basura a la mesa. Además, le agrega jugo, leche, azúcar, café, limón, cáscara de naranja sin secar y todo lo que pueda encontrar en la cocina y siempre se pasa por lo que termina sacando o poniendo cosas mientras está tomándolo. Su mate, que alguna vez fue de cuero, parece un muñón leproso lleno de cáscaras y hongos, y su bombilla, que está siempre tapada y tiene olor a humedad. Desconoce la marca de la yerba: está hace años en una lata oxidada de galletitas de 1986.



9. EL PRACTICO. Un oficinista pulcro, obsesivo y fanático de los inventos baratos como el expendedor de monedas, la riñonera y el ventilador personal, que toma esa mamadera aberrante que alguna gente llama mate automático. Como es de suponer, tiene un equipo de mate cerrado herméticamente y un calentador de agua de viaje que no le presta a nadie, etiquetado con su nombre en la alacena de la cocina del trabajo. Usa yerba marca Aguantadora y le explica a quien quiera escucharlo que rinde 2,4 veces lo que las demás yerbas, y defiende a ultranza ese mate endemoniado por tres motivos: pierde menos tiempo en cebar y cargar la yerba, no derrama líquido sobre sus cosas y no pierde la temperatura.



Previsiblemente, yo odio a unos cuantos ejemplares de esta fauna. Me eriza la piel pensar que de alguna forma estoy emparentada con alguien que toma mate automático o se enoja porque la ronda circula hacia el lado inverso. Supongo que a ellos les debe pasar lo mismo: deben odiarme por detractora y en silencio, mientras yo sigo todos mis rituales obsesivos, deben criticar cómo tomo el té.



Artículo extraído de la Revista JOY. Autora: Carolina Aguirre

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